Hubo un tiempo en el que fueron asemejados a los animales; en el que el reloj y el calendario se olvidó de dar la hora para despojarles de su condición humana y alejarles de sus familias. Durante aquellos años ocuparon las camas y los espacios malolientes que nadie se atrevía a visitar por miedo, eran peor que los leprosos. Testimonios y biblias literarias, como «Los renglones torcidos de Dios», de Luca de Tena, sacaron a la luz la historia de los manicomios de mediados del siglo XX, lugares inhóspitos en los que convivían, al igual que lo hacen hoy en día, los grandes olvidados del sistema público de salud, los enfermos mentales.
En el mundo hay 450 millones de personas que viven con algún tipo de enfermedad mental, una lacra que afecta a mujeres y hombres privándoles del bien que nos diferencia del resto de seres vivos, la razón. En España algunos estudios como los elaborados desde FEAFES arrojan que al menos un 15% de la población padecerá un trastorno mental a lo largo de su vida y un 3% de los adultos tiene un trastorno mental grave que dificulta intensamente su vida en aspectos básicos como las relaciones sociales, el empleo o la vivienda autónoma. Perder la razón no es lo peor, perder el apoyo de la sociedad y de la familia es aún si cabe más duro; de ahí destacar la importante labor que actualmente realizan muchas asociaciones y entidades privadas que luchan por la igualdad de ‘los olvidados’.
Hace unos días tuve la suerte de visitar a un familiar en uno de los únicos centros concertados que la Consejería de Sanidad de Castilla y León ha creado para dar un hogar y una mejor vida a este tipo de personas. Me sorprendió gratamente ver con mis propios ojos que aquello no era un manicomio ni nada comparable, sino una residencia y un hogar para medio centenar de personas de distinta procedencia y con distinto grado en sus lesiones. Me alegró comprobar que aquello no olía a hospital, que los internos paseaban por las salas sonrientes y con sus mejores ropas; que saliesen a la calle con plena autonomía y que cada uno tuviese encomendada una tarea a pesar de los trastornos bipolares o la esquizofrenia que llenaba los historiales médicos de la gran mayoría. Una fortuna, pensé. Una lotería de la que pueden disfrutar muy pocos, maticé, porque, como ellos, hay muchos enfermos y familias olvidadas. Muchas madres que han olvidado salir de sus casas por miedo a dejar solos a sus hijos y muchos padres que no pegan ojo por vigilar el sueño de quienes alteran su día a día.
Aunque los esfuerzos son cada vez mayores, en España se necesitan construir muchos más centros de día y permanentes para aliviar la vida de los enfermos mentales y la de sus familiares. Una petición que no es nueva ni debe caer en saco roto cuando los desenlaces y las noticias cuentan dramas humanos y desgracias familiares causados por enfermos desatendidos o no integrados. Luchemos contra el cáncer, reduzcamos las muertes en carretera, eduquemos a nuestros hijos pero no olvidemos a los olvidados porque ellos, aunque quieran, nunca podrán reclamar lo que la razón y la mala suerte les ha privado.
Aprovecho estas líneas para alabar la labor que realizan día a día las entidades y asociaciones privadas y dedico este post a todos los olvidados y a los que luchan o lucharon porque no pereciesen en el olvido.