Décadas después del cierre de los antiguos psiquiátricos, el sistema falla y la carga recae en las familias
La cita es por la mañana, un día de septiembre. José Luis Carrasco, jefe de la unidad de Trastornos de la Personalidad del Hospital Clínico de Madrid y catedrático de Psiquiatría, permite a los periodistas asistir a una sesión clínica con sus pacientes. Son una veintena, jóvenes la mayoría, que acuden a las sesiones de cuatro horas diarias. Algunos no quieren fotos. La conversación, en torno a una amplia mesa, es tranquila, dedicada a los problemas cotidianos de cada uno. De repente, algo ocurre. Un chico alto y delgado, y una joven rubia, inician una riña. Se gritan, se amenazan con gestos. En una fracción de segundo la discusión se calienta, el joven se levanta furioso, arroja las sillas al suelo. La chica va hacia él, grita, forcejea con médicos y cuidadores, que se ven obligados a sacarles de la sala a ambos.
La sesión continúa y el doctor Carrasco, un hombre joven y con evidente temple, analiza lo ocurrido sin darle demasiada importancia. Cada enfermo es un mundo, tienen temperamentos diferentes. «La enfermedad mental modifica a la persona, pero en este cambio intervienen también el entorno social y elementos del carácter del paciente», dice.
La OMS calcula que sólo un porcentaje ínfimo, apenas un 3% de los enfermos mentales, llega a verse implicado en sucesos de sangre. Una cifra muy baja si se tiene en cuenta que al menos un 10% de la población padece algún trastorno grave, según la misma organización, y una cuarta parte ni siquiera está diagnosticada. En España hay medio millón de esquizofrénicos, quizás los enfermos más graves.
En la unidad de Psiquiatría del Clínico, que acoge a una cincuentena larga de pacientes, el ambiente es tranquilo. Aunque haya una celadora que abre y cierra con llave la puerta de acceso a la unidad. «Es más bien para protegerles a ellos», dice una terapeuta. El suicidio es una de las amenzas latentes. Por el pasillo camina ensimismada una mujer alta. Se cruza, sin mirarlo, con un joven absorto también en sus pensamientos. Otro interno, muy sonriente, pide a la periodista una moneda de 20 céntimos. «Tengo que hacer una llamada urgente a Suiza», dice. «Son enfermos que se han desestabilizado, y ha habido que in-gresarlos. No están aquí más de dos semanas», comenta la misma terapeuta. En todos los hospitales de España, las camas de psiquiatría están llenas. «Hay pacientes que se quedan más tiempo, porque no hay donde enviarles. Las familias están al límite», dice José Luis Carrasco.
Lo normal es que después de estos ingresos breves, el enfermo vuelve a su casa. La reforma psiquiátrica de mediados de los años ochenta cerró los manicomios, y dio nueva dignidad a los pacientes. Los tratamientos pasaron a realizarse en la comunidad, bajo el control de los centros de Salud Mental que abrieron las comunidades autónomas en todos los barrios. Fue un gran avance. «Antes no existían las consultas ambulatorias específicas. Y en las de neuropsiquiatría la prestación era muy deficitaria y de carácter más administrativo que clínico-terapéutico», dice el psiquiatra Antonio Espino, que participó en la reforma.
Los antiguos psiquiátricos se reconvirtieron en centro de rehabilitación. Y se abrieron miniresidencias para que los pacientes pudieran llevar una vida hasta cierto punto autónoma. Había que conseguir a toda costa que la sociedad aceptara al paciente mental. Había que acabar con el estigma. «Pero faltaron los medios económicos para desarrollar la reforma hasta el final. La atención médica hoy no puede hacer otra cosa que paliar los síntomas de la enfermedad mental sin abordar la rehabilitación», dice Carrasco.
El resultado es que el cuidado de estos pacientes recae casi siempre en sus allegados. «En España, los familiares somos cuidadores informales hasta en un 80% de los casos», dice José María Sánchez Monge, presidente de la federación que agrupa a 45.000 familiares de pacientes psiquiátricos (Feaffes). Con todo lo que eso significa. Cuidar a uno de estos enfermos es una lucha permanente. Lo habitual es que no acepten su propia locura. Y a partir de ahí, puede ocurrir que se nieguen a tomar la medicación, imprescindible para mantener al paciente estable. La vida doméstica se convierte así en una batalla agotadora, que puede acabar en drama.
En agosto pasado, Gabriel, un chico de 22 años con diagnóstico de esquizofrenia paranoide, acabó con la vida de su madre y de su hermanastro, un bebé de pocos meses, e intentó prender fuego a su vivienda. El joven recibía atención en el hospital Gregorio Marañón, de Madrid, pero llevaba un tiempo sin tomar la medicación, según confesó más tarde a la policía. Cada vez que una tragedia así se produce, los medios de comunicación caen sobre ella con un interés que, psiquiatras y familiares juzgan morboso y dañino. «Es que refuerza el estigma que pesa sobre los pacientes», dice Araceli Carrillo, esposa de un enfermo psiquiátrico, y muy involucrada en Feaffes.
Pero quizás habría que pedirle también cuentas al sistema. ¿No ha descuidado la asistencia psiquiatrica el apoyo a pacientes y familiares? Eduard Vieta, coordinador del área de trastorno bipolar del Clínico de Barcelona, cree que deberían funcionar mecanismos de ingreso forzado cuando el paciente ha dejado de tomar la medicación, los famosos neurolépticos.
Un mecanismo así habría salvado, quizás, a Teresa, decapitada, en abril del año pasado, por su hijo Ángelo Carotenuto, un esquizofrénico que no se medicaba con regularidad y era toxicómano. En el juicio que acaba de celebrarse, quedó en evidencia la brutal contradicción del sistema. Ángelo quedará recluido hasta 20 años en el Psiquiátrico Penitenciario de Fontcalent (Alicante), pero su madre no logró que nadie la auxiliara cuando solicitó que fuera ingresado en un centro. «El sistema tiene fallos», reconoce Eduard Vieta. «Le falta agilidad. Se debate entre proteger al paciente o a los familiares».
Por eso José María Monge lleva tiempo abogando porque se implanten en España, «tratamientos ambulatorios forzados, como se está haciendo ya en Nueva Zelanda o Canadá, en los casos en que el enfermo deja de medicarse o toma drogas». Lo importante no es sólo la medicación», dice, «sino satisfacer todas las necesidades terapéuticas, farmacológicas y sociales del paciente». Bastaría aumentar un poco el gasto sanitario para implantarlo.
María Fe Bravo, presidenta de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN), cree que pese a todo, la atención psiquiátrica en España cubre los mínimos exigidos. «Y no es cierto», añade, «que los hospitales psiquiátricos se hayan cerrado».
Araceli Carrillo, que ha peregrinado durante 30 años con su marido por consultas públicas y privadas, tiene un juicio más duro. «Los psiquiatras dedican poco tiempo al paciente. Se necesitan más psicólogos, más terapias sociales. Hay que explicarles que la enfermedad les desenfoca la realidad. Hay que concienciarles de que están enfermos», dice.
No es tarea que pueda afrontar la familia, de por sí agobiada por la difícil convivencia con el paciente. Ca-rrillo siempre ha ido con la verdad por delante. «Los amigos, y los vecinos de las dos casas en las que hemos vivido, saben que mi marido es esquizofrénico». Un hombre pacífico al que nunca ha tenido miedo. «Ha criado a nuestros hijos de 27 y 22 años, y a una sobrina de 4 años». Y habría podido llevar una vida mejor, si el sistema le hubiera ayudado.